LLUVIA NEGRA. Masuji Ibuse

Shigematsu Shizuma quiere casar a su sobrina Yasuko. Para ello ha de convencer al pretendiente de que la muchacha no sufre las terribles consecuencias de su contacto con la “lluvia negra” radiactiva que cayó en los alrededores de Hiroshima. Masuji Ibuse parte de esta ficción para reconstruir la historia verdadera de los que sobrevivieron a la caída de la bomba. Por medio de la memoria de estos personajes nos acerca a los momentos previos a la explosión, a la explosión misma y a lo que vino después. 

Corro el riesgo al escribir las líneas anteriores de que el lector de esta reseña se lleve una visión equivocada de lo que contienen las páginas de esta gran novela. No hay en ella una descripción dramática, el regodeo en la desgracia ni la exposición del dolor extremo. Drama, desgracia y dolor se diluyen en una prosa sencilla, un relato sincero y desprovisto de altisonantes sentimientos. Y es esto precisamente lo que más llega al alma: la vida misma sin retoques puede ser ya lo suficientemente terrible, los testimonios más sencillos sobre ella conmueven más que los más elaborados discursos. 



Antes de ser novela, esta obra se publicó mensualmente de forma seriada en 1965. Me imagino yo a los lectores japoneses paladeando cada entrega a la expectativa de lo que va a ocurrir en la siguiente. En nuestros días semejante paciencia nos sorprende, estamos acostumbrados a lo inmediato, a perder interés por lo que nos hace esperar lo más mínimo. Esta obra, sin embargo, creo que gozó de lo que mejor le venía: es un relato espaciado, tranquilo, que se toma su tiempo, tal como vio la luz, así evoluciona. Cuando el que lee empieza a conocer las voces que lo constituyen, termina sintiendo una infinita ternura, sentimiento más tranquilo y transparente que cualquier clase de compasión.

Y como lectora de Lluvia negra invito a compartir mi estremecimiento. No es verdad que conocer la historia evite que se repita, pero al menos testimonios como este  rinden tributo a quienes la sufrieron, para que por una vez tengan nombre y los escuchemos.



Gracia María Sánchez Cobano